Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este domingo nos invita a sentarnos alrededor de Jesús con la ilusión y admiración de los discípulos que le acompañan por los caminos polvorientos de Palestina, con los ojos y los oídos bien abiertos para no perder ni uno sólo de sus gestos y de sus palabras. Él se presenta ante sus discípulos como el camino. En tiempos de Jesús, los caminos que comunicaban las ciudades de Palestina eran escasos y sólo ellos brindaban seguridad al caminante. En ellos había posadas, oportunidad de encontrar agua, alimento y vigilancia por parte de los soldados romanos. Aun así, en ocasiones, el caminante se veía sorprendido por partidas de bandidos que le asaltaban para robarle. Salirse del camino para buscar atajos era exponerse a perderse y a múltiples peligros.

Esta imagen del camino es la que tiene presente Jesús cuando nos dice “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Él es el único acceso al Padre. “En ningún otro hay salvación y ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo y entre los hombres por el cual podamos ser salvos” (Act 4,12). Él es el único Mediador entre Dios y los hombres (I Tim 2,5).

En nuestro mundo se multiplican las doctrinas, sistemas y movimientos que ofrecen caminos de salvación: el mundo de las sectas, la astrología, los horóscopos y los adivinos, que tratan de responder a las ansias de felicidad del corazón del hombre. No faltan entre nosotros proyectos para implantar una especie de neopaganismo, cuyos fines se rezumen en pocas palabras: amar, vivir, gustar de la plenitud del cuerpo, cultivar la inteligencia y aguzar la sensibilidad, gozar de la vida en libertad sin ningún tipo de barreras morales. Son los nuevos ídolos ante los que se arrodillan muchos conciudadanos nuestros, a los que hay que sumar el afán de poder y de dominio, de brillar y sobresalir, el dinero, el tener y consumir.

Todas estas ofertas son caminos errados que no llevan a ninguna parte, soluciones que en ningún caso sanan el corazón del hombre. Tenemos una prueba evidente: nunca el hombre occidental ha contado con más medios materiales, bienestar y tiempo para el ocio y, sin embargo, nunca como hoy proliferan las enfermedades mentales, las neurosis, las depresiones y hasta los suicidios, cuyo número crece cada año incluso entre los jóvenes. Ello significa que los sucedáneos no dan la felicidad, que sólo se encuentra en el Señor, como nos recuerda san Agustín desde su propia experiencia: “Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”.

Las lecturas de este domingo nos invitan a buscar la verdadera sabiduría, a abandonar los mitos efímeros y los falsos maestros, a no resignarnos a vivir una vida vacía y sin ideales y a vivir la vida nueva que Cristo nos ofrece. Sólo Él es la Verdad que salva, libera y da la felicidad. Él es la luz verdadera, que ilumina la vida, la nutre y la llena de esperanza. Sólo Él nos permite ser libres. Él es el maestro que nunca engaña. No tengamos miedo a encontrarnos con Él, pues sólo Él nos lleva a puerto seguro, sólo Él da sentido, esperanza, estabilidad, firmeza y consistencia a nuestra vida.

Pero lo que es el Señor para nosotros, eso mismo debe serlo a través nuestro. El papa Francisco nos ha invitado mil veces a ser discípulos-misioneros, dispuesto a compartir nuestra fe con nuestros conciudadanos. En nuestras calles nos encontrarnos con muchos ciegos, que necesitan el milagro de la fe, que necesitan esperanza, que necesitan, sobre todo, a Cristo, luz, camino, verdad y vida de los hombres. Los cristianos sabemos que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro. Y nosotros estamos llamados a ser luz para tantos ciegos que no han conocido el esplendor de Cristo. Como a los Apóstoles también a nosotros Jesús nos hace heraldos de su Buena Noticia. Nos encomienda enseñar lo que nosotros hemos aprendido, divulgar lo que a nosotros nos ha acontecido, que Él nos ha devuelto la luz, la vida y la esperanza.

En esta hora de la historia, magnífica y dramática al mismo tiempo, hemos de ser testigos de la alegría cristiana, de la paz, la reconciliación, la esperanza y el amor que nacen de la Buena Noticia del amor de Dios por la humanidad. Jesús y su Evangelio siguen siendo un tema pendiente en el corazón de los hombres de hoy, y a nosotros se nos ha confiado su anuncio desde las plazas y las azoteas, en las que estamos emplazados a anunciar a Jesucristo como luz del mundo, como manantial de paz y de esperanza. Y todo ello, con la palabra y también con el testimonio convincente de nuestras buenas obras y de nuestra propia vida.

 Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

 

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