Queridos hermanos y hermanas:

Escuchamos en la eucaristía de este domingo el relato del encuentro de Jesús con los de Emaús, que nos narra san Lucas. La escena sucede en la tarde del domingo de resurrección en el corto espacio de los once kilómetros que separan Jerusalén de Emaús. Jesús se hace el encontradizo con dos discípulos que, deprimidos tras la muerte del Maestro, retornan a su aldea. Jesús les descifra con la Escritura el significado de su pasión, muerte y resurrección. El evangelista nos da el nombre de uno de ellos, Cleofás, y Orígenes nos dice que su acompañante era su propio hijo y que ambos eran parientes del Señor.

Durante tres años han seguido a Jesús, deslumbrados por la belleza de su doctrina, por el esplendor de sus milagros y por el atractivo irresistible de su figura. Rotos por el drama del Calvario, olvidan que Jesús anunció su propia resurrección al tercer día, y vuelven a su aldea a la caída de la tarde para curar sus heridas refugiándose en el trabajo cotidiano. El relato de Emaús es la historia de tantos hombres y mujeres que, ante el mensaje exigente del Evangelio, por cobardía, seducidos por el mundo, golpeados por el misterio del dolor y de la muerte, o subjetivamente decepcionados por el testimonio opaco o deficiente de los cristianos, dan por zanjado en sus vidas el asunto de Jesús, se alejan del centro de su influencia y rompen con la comunidad.

Pero Jesús no abandona a sus discípulos. En el caso de los de Emaús, sale a su encuentro y camina con ellos. Lo descubren en la Escritura que Jesús les explica iluminando sus mentes y caldeando sus corazones. Lo redescubren, sobre todo, en la fracción del pan, en la Eucaristía que Jesús consagra de nuevo, como hiciera por vez primera en la víspera de su pasión. Entonces, se les abren los ojos y lo reconocen e inmediatamente vuelven a Jerusalén, se reintegran en la comunidad, a la que narran lo que les ha sucedido en el camino.

En esta segunda semana de Pascua, dirijo mi palabra a los fieles de la Archidiócesis que viven con gozo su vocación cristiana desde la fe en la resurrección del Señor, que es el foco que ilumina y da sentido a toda la vida de Jesús y a nuestra propia vida. Como los de Emaús después de reconocer al Señor, sed testigos y misioneros de la resurrección y de la novedad de la vida inaugurada por Él para todos los hombres en su Misterio Pascual.

Pero quiero dirigirme también a quienes, alejados de la comunidad cristiana, viven angustiados, desconcertados y decepcionados como los discípulos de Emaús, con una fe mortecina o debilitada, ciegos para entender los designios de Dios y descubrir que el Resucitado camina junto ellos. Pienso en vosotros, queridos hermanos y hermanas, todos muy amados de Dios, redimidos por la sangre de su Hijo y llamados a la gracia de la filiación. Rezo por vosotros y os invito a volver como los de Emaús a la comunidad, al hogar cálido de la Iglesia, que os recibirá siempre con los brazos abiertos y os acompañará en vuestro camino de fe. Ella nos explica las Escrituras, en las que encontramos “la ciencia suprema de Cristo” (Fil. 3,8).

En la mesa familiar que es la Iglesia, ella parte y comparte con nosotros el Pan de la Eucaristía, en la que se forja y modela nuestra existencia cristiana y nuestra fraternidad. Sin ella no podemos vivir, como proclamaban los mártires de Cartago en el año 304. En el sacramento de su cuerpo y de su sangre el Señor robustece nuestra fe y alienta nuestra esperanza en la vida eterna, fruto de la Pascua, en la que viviremos dichosos con Cristo y con los Santos, en comunión de gozo y de vida con la Santísima Trinidad.

La Eucaristía, alimento que restaura nuestras fuerzas, nos ayuda además a vivir la vida nueva inaugurada por la resurrección de Jesucristo, una vida de piedad sincera vivida en la cercanías del Señor; una vida alejada del pecado, de la impureza, del egoísmo y de la mentira; una vida pacífica, honrada, austera, sobria, fraterna, edificada sobre la justicia, la misericordia, el perdón, el espíritu de servicio y la generosidad; una vida, en fin, asentada en la alegría y en el gozo de sabernos en las manos de nuestro Padre Dios y, por ello, libres ya del temor a la muerte.

A vosotros, cristianos anónimos, sin vínculos visibles con la Iglesia, el evangelio de este domingo os hace esta propuesta que yo os presento con humildad y con amor: volved a la comunidad, volved a la Escritura, volved a la Eucaristía. En la Iglesia, en la Palabra y en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre os reencontraréis con el Señor, que es con mucho lo mejor que os puede suceder.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

 

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