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Queridos sacerdotes y diáconos, miembros de la vida consagrada y fieles laicos:

Os saludo a todos con afecto de pastor y me dirijo a vosotros por primera vez en el inicio de este nuevo curso pastoral. El día de mi toma de posesión os invitaba a «remar mar adentro» en esta nueva singladura que iniciábamos juntos, confiando en el Señor. A lo largo de estos primeros meses he tenido ocasión de conocer de primera mano muchas realidades de nuestra rica y abundante vida diocesana, así como los desvelos que ponéis cada día para afrontar los retos actuales. Ahora bien, las circunstancias y las dificultades del momento presente han de ser ocasión de crecimiento en la confianza en Dios, en la comunión eclesial, en el ardor evangelizador y en el servicio a los más necesitados material o espiritualmente. En esta fiesta de la Natividad de María, quiero compartir con vosotros algunas reflexiones a la luz de la Palabra de Dios.

 Os exhorto a vivir este nuevo curso desde la esperanza teologal. La esperanza nos lleva a confiar más en Dios y a seguir trabajando sobreponiéndonos con coraje a las adversidades; nos lleva a poner la confianza en el Señor, que está presente en nuestra vida y nos da la fuerza para hacerlo todo nuevo. La esperanza cristiana es ese motor que nos hace comprender que se puede producir un cambio significativo en nuestro interior, en nuestro corazón; también en nuestras parroquias, en nuestras comunidades, en las hermandades, en los movimientos, en todas las realidades de la Iglesia. Nos hace comprender que se puede producir un cambio en el mundo entero, aunque a menudo las apariencias nos lleven a pensar lo contrario, o tengamos la experiencia de no haber obtenido los frutos deseados después de no pocos esfuerzos. Tengamos siempre presente que Cristo es el Señor de la historia

Como nos recordó el papa Benedicto XVI en su primera carta encíclica, la fe, la esperanza y la caridad van cogidas de la mano. La esperanza tiene mucho que ver con la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él en todo momento. La fe es la que consigue transformar nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, al final, suya es la victoria. La fe suscita el amor, que es la luz que ilumina las tinieblas del mundo y nos da la fuerza para seguir viviendo y actuando. Es posible vivir el amor, ponerlo en práctica, porque en definitiva, hemos sido creados a imagen de Dios, que es Amor. Un amor que genera dinamismos de esperanza (cf. Deus caritas est 39).

Poner al servicio de los demás los dones recibidos

El Espíritu Santo renueva al pueblo de Dios mediante los sacramentos y distribuye sus dones para practicar las diversas obras que sean eficaces para la renovación y mayor edificación de la Iglesia (cf. 1 Co 12, 11). Cada uno de nosotros recibe diferentes dones, los que son necesarios a su persona y a su misión, los más convenientes para su camino de santificación personal y de apostolado. Estos dones no se reciben solo para beneficio personal, sino sobre todo para el bien de la Iglesia. Como recuerda en su primera carta san Pedro: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1 P 4, 10). 

En este nuevo curso que comienza, nos hemos de sentir especialmente llamados a poner en práctica esta recomendación. Seguiremos haciendo camino hasta llegar a la anhelada «normalidad», cumpliremos con rigor las medidas de prevención y protección para prevenir los contagios y minimizar los riesgos. Iniciamos un nuevo curso en el que sigue teniendo particular importancia acompañar a las personas, a las familias, a los grupos, a las comunidades cristianas, a los ámbitos pastorales, a las instituciones, a las hermandades. Eso comporta una mentalidad, una forma de estar y hacerse presente. Seguimos la exhortación que san Pedro lanzó a las primeras Iglesias a permanecer firmes en la fe, consolidados en la esperanza: «Resistid firmes en la fe, sabiendo que el conjunto de todos los hermanos en el mundo entero está pasando por los mismos sufrimientos» (1P 5,9). Y, sobre todo, a pesar de las dificultades, recordemos siempre que la urgencia de amar y acompañar al prójimo con la caridad de Cristo es una prioridad; y siempre con la actitud de fortalecer el tejido visible de toda nuestra Iglesia, poniendo al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido, con la conciencia de que todos formamos parte de una misma familia.

Dicho acompañamiento pastoral comienza por la vida espiritual, la vida litúrgica y la piedad popular. La Liturgia es la fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia, e impulsa a los fieles a vivir la caridad de Cristo (cf. SC 10). Nuestra espiritualidad tiene que ser cada día más litúrgica y se ha de distinguir por una vida de oración intensa, que se alimenta de la Palabra de Dios y de los sacramentos. Es preciso ayudar a redescubrir los sacramentos, principalmente la participación en la Eucaristía, centro de la vida cristiana, y el sacramento de la Reconciliación, encuentro sanador con Cristo, que libera del pecado y fortalece el alma. A la vez, hemos de acompañar la piedad y religiosidad popular, tan variada y rica en nuestra archidiócesis. En estos momentos, ardemos en deseos de expresar públicamente nuestro homenaje y amor a Nuestro Señor y a nuestra Madre del cielo, y así lo haremos, en cuanto las circunstancias lo permitan.

He sabido que durante el confinamiento surgieron múltiples iniciativas de celebraciones y plegarias que se transmitían por diferentes canales de televisión y a través de las redes sociales; con todo, este sigue siendo el ámbito más afectado por la pandemia. Por ello, hemos de ser conscientes de que es el Señor quien sostiene y santifica, a través de diferentes mediaciones, y que siempre nos acompaña, si bien es en la sagrada Liturgia donde recibimos toda la virtud transformante de nuestra vida en este mundo. En efecto, la celebración de la Liturgia de la Iglesia va modelando a lo largo de cada curso y de toda la vida la mente y el corazón de los creyentes. La Liturgia favorece la educación espiritual más profunda, porque enseña y ayuda a vivir como hijos la relación con el Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo.

En este nuevo curso también tendremos que seguir acompañando los diversos ámbitos del ministerio de la Palabra. Este ministerio es particularmente importante porque en la actualidad, en medio del relativismo y la desorientación de nuestro tiempo,  asistimos a una gran confusión en los conceptos sobre el ser humano, la vida, el mundo, el bien y el mal, el más allá, etc. Hemos de anunciar a Cristo. No lo hacemos transmitiendo ideas propias o los propios gustos, sino que proponemos la Verdad que es Cristo mismo, su Palabra, su modo de vivir. Anunciamos la Palabra de Cristo, la fe de la Iglesia, y lo hacemos en nombre de la Iglesia.

Anunciamos el Evangelio porque el Señor nos envía, confiando en su palabra, conscientes de que confrontamos nuestra fe y nuestra vida con la mentalidad que domina en la sociedad, con la cual no podemos ser identificados ni homologados, porque estamos en el mundo, pero sin ser del mundo (cf. Jn 15, 19). Este tiempo de pandemia está siendo testigo de una renovada creatividad para mantener la formación cristiana por modalidad telemática. Aunque esperamos poder desarrollar de nuevo todas las actividades en modo presencial, es preciso continuar desplegando las posibilidades que nos ofrecen las nuevas tecnologías, siempre con la necesaria dignidad y la esperanza de optimizarlas una vez superada la pandemia, y hacerlo a través de las catequesis, las homilías, las diferentes sesiones de formación y las escuelas e instituciones académicas de la archidiócesis.

Nuestra acción caritativa y social continuará siendo fundamental y urgente debido a la crisis económica que se ha desencadenado, que se prevé será larga y que ya está golpeando a muchas personas. El papa Francisco en su carta encíclica Fratelli Tutti nos propone profundizar en la parábola del Buen Samaritano, que muestra una nueva perspectiva: ya no se trata de descubrir quién es mi prójimo sino de comportarme como prójimo de los demás, llegando a ser una persona que ama a los otros, que se preocupa por ellos, que se conmueve ante el sufrimiento ajeno, que tiene un corazón abierto (cf. Lc 10, 25-37). Siento vivo el testimonio de santa Ángela de la Cruz, que repetía: «Hay que hacerse pobre, con los pobres, para atraerlos a Cristo».

En este itinerario, también hemos de curar las heridas, porque el corazón de nuestro mundo y de muchas personas está profundamente herido como consecuencia de los conflictos entre personas y entre colectivos, y a causa de esta crisis sanitaria y económica. Por ello, urgidos por la caridad de Cristo, hemos de acoger en el corazón. El papa Francisco propone la imagen de una «madre de corazón abierto» para ayudarnos a entender mejor la misión de la Iglesia en el momento presente, una casa siempre abierta, una familia que privilegia a los caídos al borde del camino, una comunidad atenta, «en salida», llena de dinamismo misionero. Durante el confinamiento hemos redoblado nuestros esfuerzos. Ha sido una tarea de todos, sacerdotes, religiosos y laicos, a través de Cáritas, de las hermandades, y las demás instituciones y grupos de atención a los necesitados, y también a través de la Pastoral de la Salud.

En comunión, corresponsabilidad y sinodalidad

Esta misión, tan difícil como apasionante, hemos de llevarla a cabo desde la unidad profunda, en comunión. La eclesiología de comunión es una característica del Concilio Vaticano II, aunque es preciso recordar que la idea de comunión predominó en el pensamiento eclesiológico de la Iglesia en su primer milenio, en el que descuellan las figuras de san Leandro y san Isidoro de Sevilla. Los fundamentos doctrinales de la eclesiología de comunión parten de la Sagrada Escritura y atraviesan la historia de la Iglesia hasta el Concilio Vaticano II.

San Juan Pablo II recogió el legado del Concilio y del postconcilio, y, al iniciar el tercer milenio, en la carta apostólica Novo Millennio Ineunte, propuso la espiritualidad de comunión como alma de la comunidad eclesial y como principio educativo para llevar a cabo la misión pastoral de la Iglesia en el nuevo milenio.  Recoge los contenidos y orientaciones de la espiritualidad de comunión, propone el desafío de «hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión», y plantea la espiritualidad de la comunión como principio educativo en todos los ámbitos de formación (cf. NMI 43).

La sinodalidad es expresión de la eclesiología de comunión. La palabra sínodo indica el camino que recorren juntos los miembros del Pueblo de Dios. El papa Francisco, el 17 de octubre de 2015, en el Discurso que pronunció en la Conmemoración del 50 aniversario de la Institución del Sínodo de los Obispos, por parte de san Pablo VI, afirmó que «el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio», y lo ha convertido en un compromiso programático. En el mismo discurso afirmó que la sinodalidad «es dimensión constitutiva de la Iglesia», de modo que «lo que el Señor nos pide, en cierto sentido, ya está todo contenido en la palabra “Sínodo”». En esa misma línea, el 22 de mayo de 2017, en el Discurso de la apertura de los trabajos de la 70 Asamblea general de la Conferencia Episcopal Italiana, afirmó:

«Caminar juntos es el camino constitutivo de la Iglesia; la figura que nos permite interpretar la realidad con los ojos y el corazón de Dios; la condición para seguir al Señor Jesús y ser siervos de la vida en este tiempo herido. Respiración y paso sinodal revelan lo que somos y el dinamismo de comunión que anima nuestras decisiones. Solo en este horizonte podemos renovar realmente nuestra pastoral y adecuarla a la misión de la Iglesia en el mundo de hoy; solo así podemos afrontar la complejidad de este tiempo, agradecidos por el recorrido realizado y decididos a continuarlo con parresía».

Como todos sabéis bien, el papa Francisco ha convocado la XVI Asamblea General de los Obispos con el tema: «Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión». Un sínodo sobre la sinodalidad para hacer realidad la participación en la Iglesia. Un sínodo que comporta una etapa diocesana que iniciaremos el próximo 17 de octubre, y que se alargará hasta el mes de abril del año 2022; después tendrá lugar una fase continental, de septiembre de 2022 hasta marzo del 2023. En octubre de 2023 tendrá lugar la fase final, la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.

Por tanto, este nuevo curso que iniciamos estará muy dedicado a los trabajos sinodales. Por otra parte, nuestro Plan Pastoral Diocesano finalizaba este año 2021, aunque como consecuencia de la pandemia, los objetivos del curso pasado no se han podido llevar a cabo con el seguimiento necesario. En el curso 2021-2022, podemos recuperar los objetivos del curso anterior, especialmente en lo que se subraya del acompañamiento a la acción caritativa y social, además de tener en cuenta el Año “Familia Amoris Laetitia” y lo que aún resta del “Año de san José”. Asimismo, deberemos elaborar un nuevo Plan Pastoral, con la colaboración de todos. La sinodalidad y el discernimiento serán dos ejes metodológicos y espirituales del proceso que permitirán afrontar los retos señalados y seguir peregrinando como Iglesia.

Finalmente, se hace necesario tener presente el documento Fieles al envío misionero, de la Conferencia Episcopal Española, aprobado por la Asamblea Plenaria. Ofrece orientaciones y líneas de trabajo para los cuatro próximos cursos pastorales, dirigidas  especialmente a los órganos de la propia Conferencia, que también nos servirán de inspiración para nuestro nuevo Plan Pastoral. Este documento es el fruto de un ejercicio de discernimiento compartido por los obispos, los órganos colegiados de la CEE y los colaboradores, con la finalidad de aproximarse a la realidad social y eclesial del momento presente y sugerir unas orientaciones pastorales que cada diócesis deberá concretar desde su propia realidad.

 Queridos hermanos y hermanas: la esperanza no defrauda. Pongamos nuestra confianza en Dios. Él nos guía a pesar de las dificultades y a través de las dificultades de la vida, y nos lleva a puerto seguro, porque Dios acompaña siempre a sus hijos. Hemos de aprender a acompañar a los demás como Él nos acompaña, como nos enseña Jesús, con amor y paciencia, respetando la libertad, potenciando y desarrollando lo mejor de cada uno, para que podamos llegar al ideal de perfección que nos propone.

También contamos con la presencia y acompañamiento de María, Madre de Dios y Madre nuestra. Su vida es un ejemplo incomparable en el camino de la fe, en el que nos guía como estrella luminosa, y su amor de madre nos congrega como una familia. Ella, Nuestra Señora de los Reyes, nos conduce hacia el que es el Señor de nuestras vidas. Con mi bendición.

Sevilla, 8 de septiembre de 2021

Fiesta del Nacimiento de la Bienaventurada Virgen María

+ José Ángel Saiz Meneses, Arzobispo de Sevilla

 

 

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