Queridos hermanos y hermanas:

La crisis en la que estamos inmersos como consecuencia de la pandemia de COVID-19 nos hace rememorar aquella otra crisis económica de hace no pocos años. Muchos hermanos nuestros aún no se han recuperado de esta última coyuntura y esta tiene una perspectiva más pavorosa.

Hemos vivido unas tristísimas circunstancias:  millares de muertos solos en los hospitales, sin la compañía de sus seres queridos, centenares de miles de enfermos, la angustia de los médicos y del personal sanitario que se han desvivido por atender a todos, lo mismo que los demás servidores públicos. Desde las dos últimas guerras mundiales, la humanidad no había sufrido una tragedia semejante. Por ello, os invito a todos a levantar los brazos intercediendo por nuestro pueblo y por toda la humanidad, pues como nos dice San Pablo en su carta a los Hebreos, “no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado. Por eso, acudamos confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para el tiempo oportuno” (4,15-16).

Vuelve a urgir trabajar por la implantación de una sociedad más humana. El primer paso es redescubrir la ley natural, concreción de la ley eterna para la criatura racional. Hemos de redescubrir además la relacionalidad como elemento constitutivo de la propia existencia. El hombre es el único ser de la creación capaz de dar una acogida incondicionada y un amor infinito a sus semejantes, un ser llamado a vivir en relación, un ser para los demás, que debe considerar al otro como alguien de su propia familia, como alguien que le pertenece.

Urge, pues, que todos favorezcamos el rearme moral de la sociedad y que la Iglesia, las instituciones del Estado, de la sociedad civil y la escuela luchen por fortalecer la conciencia de que todos formamos parte de una única realidad, fomentando los valores de la fraternidad, la acogida, la solidaridad, la preocupación por los otros, especialmente por los pobres, poniéndonos de su parte y en su lugar, apeándonos, como el Buen Samaritano, de nuestra cabalgadura para arrodillarnos ante el empobrecido y el que sufre, para curarle y vendarle tantas heridas. Hay que favorecer también el principio de legalidad y la ejemplaridad de las instituciones y representantes públicos.

Mucho puede hacer en este campo la familia y la escuela, educando a los niños en la fraternidad, en la experiencia de la generosidad y el descubrimiento del prójimo. Mucho puede hacer la Iglesia anunciando el Evangelio de la paz, la justicia y la fraternidad, recordando que todos los hombres somos hermanos, hijos del mismo Padre, salvados por la misma sangre redentora de Cristo. Mucho pueden hacer y están haciendo las instituciones de la Iglesia, socorriendo a los pobres en sus necesidades primarias, desde las Cáritas diocesanas y parroquiales, desde las obras sociales de los religiosos, desde otras instituciones de matriz cristiana, y desde la acción social de nuestras herrmandades. Mucho está haciendo la Iglesia acogiendo fraternalmente a quienes emigran de sus países a causa de la pobreza o la violencia, y reclamando a las administraciones públicas que desarrollen sistemas de plena integración en el tejido social, de modo que los autóctonos y los que llegan de fuera sientan el lugar donde residen como la casa común.

Para nadie es un secreto que en nuestros barrios sevillanos y en nuestros pueblos hay mucho sufrimiento y dolor como consecuencia del paro, todo agravado por esta crisis sanitaria en la que nos encontramos. Sigue siendo tristísima la situación de más de la mitad de nuestra juventud, sin horizontes y sin futuro. En esta coyuntura henchida de desesperanza, es preciso reforzar la solidaridad. Es una exigencia de caridad y justicia que en los momentos difíciles quienes tienen más se ocupen de los que viven en condiciones de pobreza. Las instituciones deben asegurar el apoyo especial a los parados, a las familias, especialmente a las numerosas, a los jóvenes, los más castigados por la falta de trabajo. A los ciudadanos les corresponde cumplir honradamente las leyes por un elemental sentido de la justicia distributiva. Por ello, reitero que es injustificable el fraude fiscal, la evasión de capitales, la corrupción y el enriquecimiento ilícito.

Por último, en esta hora es más urgente que nunca recordar la necesaria ejemplaridad de los responsables de las administraciones públicas, que han de ser especialmente transparentes y escrupulosos en la gestión de los recursos. El descuido del bien común, la corrupción y la apropiación de lo que es de todos escandaliza a las personas de bien, especialmente a los que han perdido su trabajo o su modus vivendi, desacredita a la clase política, salpica a los políticos honrados, produce desánimo y hastío en la sociedad y disminuye las defensas éticas en una sociedad ya de por sí debilitada en el campo de los valores morales.

Estos meses hemos comprobado cómo las circunstancias vividas han suscitado en nuestro pueblo los sentimientos más nobles de compasión, cercanía, solidaridad y ayuda generosa, sintiéndonos un pueblo unido por la fraternidad humana y cristiana. Se dice, y es verdad, que ha aflorado lo mejor de nosotros como pueblo. Nos esperan, sin embargo, tiempos muy duros una vez que desparezca la epidemia con una sociedad hundida y deprimida. En esta hora, los cristianos debemos ser hombres y mujeres de esperanza, sembradores de esperanza, confiando en las promesas de Dios y en su amor, pues no se ha olvidado de nosotros.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

 

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