Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este domingo XIV del Tiempo Ordinario contiene unas palabras de Jesús de gran importancia: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”. El mejor comentario a estas palabras de Jesús nos lo brinda san Pablo en la primera carta a los Corintios: “Fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos ni muchos aristócratas, sino que lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil de mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor” (1Cor 1,26-29).

Las palabras de Jesús y de Pablo arrojan una luz particular para el mundo de hoy. Es una situación que se repite. Muchos sabios e ilustrados se han alejado de la fe y miran con desdén a la muchedumbre de los creyentes que rezan, que creen en los milagros, que se arrodillan con piedad ante la Esperanza Macarena o el Señor del Gran Poder. Muchos son intelectuales, profesores universitarios, políticos y profesionales de los medios de comunicación. Son muy influyentes porque tiene a su disposición potentes altavoces.

Conozco personas que se refugian en el agnosticismo o la increencia para acomodarse acríticamente a lo que hoy se lleva, para vivir más cómodamente o para no perder ventajas profesionales o económicas. También conozco no pocas personas no creyentes que son honestas e inteligentes. Sus posiciones se deben a la formación impartida por falsos maestros, al ambiente, a experiencias de vida, y no tanto a una resistencia a la verdad. Yo mismo tengo relación con algunas de ellas y les tengo un gran aprecio. Recuerdo un encuentro con una persona de un cierto relieve en la izquierda española, que quiso comer conmigo en Córdoba y que al comienzo me pidió que le dejará bendecir la mesa, cosa que hice con agrado. Antes de terminar estalló en un sollozo imponente, que según él tenía como origen una nostalgia sincera de lo religioso. Otro político notabilísimo, en mi periodo de Secretario General de la Conferencia Episcopal Española, me confesó que su agnosticismo no era indoloro sino cruento y doloroso.

En no pocos casos el núcleo del problema es la cerrazón a toda revelación de lo alto, y por tanto a la fe, que no es causada por la inteligencia, sino por el orgullo, un orgullo particular que consiste en el rechazo de toda dependencia y en la reivindicación de una autonomía absoluta de la razón, que muchas veces no es limpia y desinteresada, sino más bien nacida del interés de no complicarse la vida. Filósofos, que no pueden ser acusados de mediocridad o de capacidad dialéctica, han escrito: “El acto supremo de la razón está en reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan” (Blas Pascal). Soren Kierkegaard por su parte escribió: “Una tarea del conocimiento humano consiste en comprender que hay cosas que no puede comprender y descubrir cuáles son éstas”.

A todos los que, por orgullo, deficiente formación, dificultades de orden intelectual, malas experiencias, el escándalo de la Iglesia o cálculos humanos poco confesables, han abandonado la Iglesia o nunca estuvieron en ella, les invito humildemente a buscar con sincera honestidad la verdad. En el evangelio de hoy el Señor afirma inequívocamente “Yo soy la Verdad”, para decir a continuación: “Nadie va al Padre sino por mí… Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”.

Es una invitación, no es un reproche. Está dirigida a los cansados de buscar sin encontrar, a quienes han pasado la vida atormentándose, y a quienes se han dado de bruces con el misterio sin lograr desvelarlo. A tantos inteligentes y sabios honestos que buscan la verdad, Jesús les dirige esta invitación llena de amor: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os daré el alivio y la paz que es fruto del encuentro con la Verdad.

No puedo terminar sin recordar a las personas sencillas, a las que el Señor menciona en el evangelio de este domingo. El Concilio Vaticano II nos dice que en la Iglesia hay carismas muy sencillos que no es lícito menospreciar porque son muy útiles para la edificación de la Iglesia (LG 12). Los poseen personas de oración intensa, que viven cerca del Señor, gozando de su amor y de su intimidad, y que por una especie de afinidad o connaturalizad con la verdad, conocen los misterios del Reino. Las conocemos. Están en nuestras parroquias y seguramente en nuestra familia.

Para ellas y para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

 

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