La vida consagrada es la dedicación total a Dios como a su amor supremo. Es la entrega, por un nuevo y peculiar título, a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo. Es la dedicación al servicio del Reino de Dios mediante la perfección de la caridad y a ser signo preclaro de la gloria celestial. Y todo esto vivido mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia.

El don de la consagración lo ha recibido la Iglesia de Cristo, su Cabeza, para, a aquellos elegidos para seguirle hasta el final, configurarlos con Él de un modo tan pleno que su vida sea un grito de ¡¡Sólo Dios!! No hay nada más grande, ni más sublime, ni más trascendente, ni más necesario, ni mejor. Todos lo poseeremos un día en la eternidad, pero los consagrados adelantan esta vida de cielo para vivir ya aquí sólo y exclusivamente para Dios.

Y Jesús sigue llamando… No tengáis miedo, que es el Amor Infinito el que sale a vuestro encuentro. Con sinceridad, con pureza de corazón, con generosidad miradle a sus ojos, por los que destella la Verdad que consagra en ella a los que Él llama y lo siguen.

«En aquel tiempo, vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dice: “Sígueme”. Él se levantó y le siguió»

Mateo 9, 9-11

«La vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos es una forma estable de vivir en la cual los fieles, siguiendo más de cerca a Cristo bajo la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente a Dios como a su amor supremo, para que entregados por un nuevo y peculiar título a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consigan la perfección de la caridad en el servicio del Reino de Dios y, convertidos en signo preclaro en la Iglesia, preanuncien la gloria celestial».
«El estado de quienes profesan los consejos evangélicos… pertenece a la vida y a la santidad de la Iglesia, y por ello todos en la Iglesia deben apoyarlo y promoverlo».

Código de Derecho Canónico, c. 573-574

«Cuando Dios llama a un alma a la consagración, es para hacerla una cosa con Él, para que viva solamente de Él, para que se entregue total e incondicionalmente, sin reservas, a la acción del Espíritu Santo…, de tal forma que deje de ser ella para ser Dios por participación…».
«Si no vives de sólo Dios, no sabrás de sabor divino, ni la dulzura que encierra tu consagración, porque el secreto de ella está encerrado en la donación de tu vida a sólo Dios, y en el vacío total de todo lo que no sea Él y su gloria».

Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia, “La Iglesia y su misterio”, pp. 537 y 541

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